Un pirometrista jubilado encargado del control del horno de Aceros de Llodio padece desde hace más de un año un mesotelioma asociado a su exposición al amianto. Junto con la familia de otro trabajador ya fallecido, está librando una batalla judicial para que se reconozca su enfermedad profesional, como también lo hacen las mujeres que lavaban los buzos de trabajadores de la CAF e inhalaron el maldito mineral, y tantas otras víctimas. Dado su periodo de latencia, el tiempo que media entre la exposición y su correspondiente y probable efecto tumoral, esta epidemia vive ahora su pico de incidencia. No debe olvidarse a los miles de víctimas de uno de los escándalos más grandes y mortales de nuestra época. Luchan por la verdad y la justicia y deben ser reconocidas y reparadas ya, porque el tiempo no está del lado de quienes sufren sus consecuencias.
Se estima que entre un 20% y un 40% de hombres adultos del mundo industrializado, y muchas mujeres que compartieron sus vidas, ha tenido una relación con ese mineral que se consideró «mágico» por su bajo costo y altas prestaciones de durabilidad y resistencia al calor. En el cénit de su utilización en la década de los 70, más de 3.000 productos tenían amianto, aunque desde los años 20 se conocían las consecuencias de su polvo letal y carcinógeno. Científicos, especialistas del pulmón y médicos del trabajo ya alertaban de la tragedia. A pesar de ello, las compañías del amianto los siguieron exponiendo.
Las aseguradoras dijeron que sus obligaciones solo podían extenderse a las víctimas cuyas enfermedades se manifestaron mientras trabajaban, nunca si habían sido negligentemente expuestas. Engañaron sobre los estudios forenses y evitaron pagar compensaciones para no crear precedentes. Ni siquiera se disculparon. Los políticos que faltaron a su responsabilidad ya no están en sus puestos, los aseguradores que contrataron obligaciones están jubilados. Nadie puede pedirles ahora explicaciones. Pero muchos trabajadores viven, y morirán, con las consecuencias.
Fuente: www.naiz.eus
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